En 1760 el Cabildo de la Catedral de Orihuela convocó un concurso para la realización de un frontal de plata para el altar mayor de dicho templo con el fin de culminar, en cierto modo, las reformas decorativas de dicho ámbito, iniciadas unas décadas atrás para dotar al presbiterio de una nueva imagen, más acorde con los tiempos y a los nuevos gustos del Barroco. Maderas, dorados, pinturas y revestimientos textiles y de plata vinieron así a enmascarar el primitivo aspecto del presbiterio, que completamente transformado, evoca ahora, a través de ese aparatoso despliegue de lo suntuario, la idea del interior palaciego y cortesano, sagrario y trono del Rey de Reyes. Ese tratamiento grandilocuente, que no es más que la barroquización de la capilla mayor, es un fenómeno que se constata en la mayoría de las catedrales españolas desde finales del siglo XVII, con todo lo que ello supone de revitalización de este espacio, escenario de ese «Theatrum Sacrum» que es en sí la liturgia contrarreformista.
A dicho concurso debieron concurrir los más destacados plateros de la geografía próxima, incluida la vecina ciudad de Murcia, pues se trataba de un trabajo de envergadura y que debía reportar innumerables beneficios, económicos y de prestigio, al artífice que lo ganara y corriera con su hechura. El trabajo fue adjudicado, según los capítulos y condiciones aprobados en 21 de marzo de ese año por la Junta de Parroquia, al entonces maestro platero de la Catedral de Murcia, Antonio Grao y Picard, artífice de origen oriolano y uno de los maestros de mayor renombre del arte de la platería en Murcia y, desde luego, figura cumbre de la misma. De hecho, sobre este maestro recayó gran parte de la responsabilidad del elaborado adorno de plata que recubría la capilla mayor de la Catedral de Murcia hasta el desgraciado incendio de 1854.
La hechura del frontal fue acordada el 21 de junio de 1760 mediante escritura pública protocolizada en Orihuela, ajustándose en la cantidad de 13 reales y medio de vellón la onza de plata y 7 pesos la libra de bronce dorado, incluidas en esas cantidades el material y la labor del maestro. La obra debería ser entregada, perfectamente acabada, en el plazo de 13 meses, obligándose el maestro a una fianza de mil duros, que avalaron entre otros el platero José Martínez Pacheco. A la firma del convenio siguió el primer pago de los tres plazos convenidos, el primero por valor de 20.000 reales, el siguiente de 12.000 y un último, abonado el 12 de septiembre de 1763, día que la obra se presentó en la Catedral para la que iba destinada, de 15.842 reales de vellón. Todo ello previa tasación del valor del frontal en cuya hechura se habían empleado 1.072 onzas de plata y 109 libras de bronce además del terciopelo carmesí y el vidrio pintado que recubría la placa central. El trabajo ejecutado por Grao responde a una tipología muy característica de la orfebrería levantina del siglo XVIII pues en realidad vino a ser una solución inspirada directamente en el gran frontal de plata de la Catedral de Murcia, obra del valenciano Gaspar Lleó y realizada unas décadas antes según los patrones que para este tipo de obras estaban de moda en la platería siciliana desde finales del siglo XVII. Nuevamente lo italiano, y en especial lo palermitano, se hace presente en la platería del Levante español imponiendo un tratamiento estructural y de ornamentación, completamente novedoso, muy diferente al de otras zonas del país. La fusión de lo suntuario a través de diferentes técnicas y materiales: textil, plata, bronce dorado y vidrio, asume todo el protagonismo de una obra que como las citadas se singularizan por un rico aparato barroco en los que la suntuosidad, las brillantes texturas y las variaciones lumínicas recrean un autentico espectáculo visual que participa tan de lleno de la estética propiamente dieciochesca. Lógicamente, en este caso el platero murciano recrea la tipología bajo pautas rococó mucho más proclives a la valoración de los ritmos fluidos y sinuosos y al equilibrio entre las superficies vacías y las decoradas. Así, se estructura en un gran frente organizado en un único campo, siguiendo el modelo de los ejemplos sicilianos, delimitado por amplias molduras rectas y lisas que se enmarcan a su vez por dos pequeñas calles laterales y una estrecha frontalera con decoración de espejos y rocallas. La superficie de la pieza aparece presidida por una gran cartela oval de perfil mixtilíneo, muy moldurada, en la que se inserta la representación de Cristo Salvador, advocación titular de la Catedral de Orihuela. Dicho marco, de bronce dorado, se encuadra por una rizada crestería de rocallas, tornapuntas de variado diseño, fragmentos arquitectónicos vegetalizados y cabezas de querubes, flanqueándose todo por dos ángeles tenantes en posición sedente y el emblema del Cabildo, el consabido jarrón con azucenas. Las armas reales y las propias de Orihuela completan la retórica y triunfal iconografía del conjunto. Incorpora un exhaustivo marcaje que no deja dudas sobre la autoría de Antonio Grau (GRAU) ni sobre la localidad en la que se realizó, la ciudad de Murcia, a la que corresponden las siete coronas. Igualmente, el punzón ME rematado por corona real es el utilizado por el platero Miguel Morote, a la sazón cuñado de Grau, en el tiempo en que éste desempeñó el cargo de Fiel Contraste.
El frontal debe ser estimado como una de las obras más relevantes de la platería murciana, entonces en plena Edad de Oro, vinculándose estrechamente con ese estilo decorativista y de fuertes cromatismos que llegaba desde Italia y que en Murcia va a tener una calurosa y temprana acogida. En efecto, la obra puede ser considerada como un brillante exponente del entusiasmo por el Rococó, y todo lo que él representa, que además se materializa bajo una excelente técnica que sólo parece debilitarse a la hora de la representación figurativa.
Dr. Manuel Pérez Sánchez
Profesor titular
Departamento de Historia del Arte
Universidad de Murcia